En el principio éramos tú, yo y la serpiente.
Yo lo sabía todo antes de que el todo
se supiera a sí mismo,
la serpiente se sabía cambiante
y tú te sabías creador del daño.
El espacio interior entre la espina
y mis huesos frontales
entrañaba los secretos de lo inmóvil,
el porqué de su no latir,
el propósito divino que nos vendiste.
No hacía falta más,
no existía el perdón
éramos tú, yo y una serpiente alada
en la que decidí convertirme
desde el cielo.
Así llegó la oscuridad, el olvido de tu rostro,
los extraviados aromas del no reino.
Ahora una libélula se aleja de ti
para habitarme
y mucho nos regocija.